En mi oscuro y solitario mundo, el de mi habitación, donde no me apetece dormir pues me sobra el colchón. Veo desenredarse los hilos, tomando forma de nada, forma de esa absurda combinación entre destino y casualidad, esa precaria masa viscosa que algunos llaman recuerdos. Y los sueños que tuve, los que ya casi he olvidado, aquellos que me movieron y que ahora yacen colgados en un perchero junto a mi sombrero, sombrero como ellos, de mis días de viajero, sombrero de ala ancha para volar siempre al cielo. Hoy estamos todos quietos, expectantes de un suceso que si ya se hadado, nadie lo tomo en cuenta y si todavía no, a nadie le va a importar. Pues el tiempo se ha agotado, el mundo cerro ya sus puertas, las aventuras fueron narradas, elogiadas, aceptadas y tristemente olvidadas. Así es como de apoco en los ojos lagrimeantes en los que brillaron alegría e ilusión; ahora la mirada es esquiva y solo resta en ellos costumbre, la misma maldita costumbre que me confina a este oscuro rincón. Queda ya muy poco que decir cuando se ha gritado al viento todo, tal vez sea momento de empezar a escuchar esas voces que tanto aquejan mis sentidos y me hacen perder la razón, quizá su respuesta sea correcta, quizá acierte por vez primera al repetir una oración “no vale la pena aceptar la muerte si no vuelves primero a nacer” pero tal vez, y solo tal vez, a mi pluma le quede tinta, tal vez que de una oportunidad. Si solo noche tras noche espero una noche más, tal vez una de esa noches el humo se disperse, los ojos vuelvan a brillar, y en mi colchón apetezca dormir faltando espacio para nosotros dos…
Pancho.
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